Por Carlos Alberto David Bravo
Desde los 11 años, la música ha sido mi vida. Black Sabbath, rock duro, y luego el punk. Éramos jóvenes arrechos en un Medellín que ardía de violencia, pero también éramos locos y rebeldes. La música nos hablaba de derechos humanos, de resistencia. Si no hubiera sido por esos acordes rabiosos, quién sabe dónde estaría yo ahora.
En el 1987, con mis parceros, creamos Desadaptadoz. El nombre nos calzaba como anillo al dedo: éramos los desadaptados, los estigmatizados. Mientras nosotros nos reuníamos para ensayar, veía a mis compañeros del barrio meterse en otros caminos. De un día para otro, aparecían con ropa de marca, montados en motos. Sus miradas cambiaban, se endurecían. Uno sabía cuando habían robado un banco o algo peor.
La violencia era un monstruo que se comía a mis amigos. Los mataban, los torturaban. Era una vaina desgarradora. Todavía me pregunto cómo estoy vivo. La música me salvó, esa es la única explicación que tengo.
Hoy, camino por Castilla y me parece extraño no escuchar tiros en la noche. Uno llega a normalizar tanto la violencia que la paz se siente rara. Pero no todo era oscuridad. En mi casa, la música siempre estuvo presente. Teníamos una colección de discos que era un tesoro.
Las galladas de rock eran nuestro refugio. Mi vecino tenía un sitio que se convirtió en nuestro punto de encuentro. Allí nació Pichurrias, una de las primeras bandas punk, y se convirtió en el primer ensayadero de punk en Medellín. Yo me mantenía allí, aprendiendo, soñando. De Pichurrias, tres integrantes pasaron a formar parte de Desadaptadoz. Así se iba tejiendo la escena punk en el barrio.
Nuestras letras eran puro fuego contra el sistema: nos rebelábamos contra la religión, el servicio militar, todo lo que nos oprimía. Mientras tanto, Pablo Escobar extendía sus tentáculos por los barrios populares. En Castilla, teníamos al Carrusel, una banda que tomó su nombre de una heladería.
Pero Castilla no siempre fue así. Antes era un barrio de obreros, con un sindicalismo fuerte en los 70. Había una cultura politizada que el narcotráfico vino a trastocar en los 80.
El punk no era solo música para nosotros, era educación. Los fanzines nos traían información sobre colectivos, sobre el racismo, sobre cómo organizarnos. Era nuestra universidad de la calle.
Me obsesioné tanto con nuestra historia que me lancé a investigar sobre el punk en Medellín. Me tomó 15 años, pero en 2016 publiqué mi libro «Mala Hierba», una cartografía de las comunas 5 y 6, donde mapeo las primeras galladas, los sitios de encuentro. La academia nunca nos tuvo en cuenta, así que decidimos contar nuestra propia historia.
Ser punkero en el Medellín de los 80 era cargar con un estigma pesado. Pero seguimos adelante. Incluso usamos los poemas de Chucho Peña, un poeta del barrio que fue desaparecido, en nuestras canciones. Era nuestra forma de mantener viva su memoria.
Hoy, organizo caminatas por el barrio. Son 9 estaciones, 4 horas de recorrido donde hablamos de nuestra lucha y resistencia. Es la filosofía punk del «hazlo tú mismo» llevada a las calles.
Si algo he aprendido en todos estos años es que todo es posible si uno tiene voluntad y convicción. Hay que ser creativo y creer en lo que uno hace. El punk me enseñó eso: a construir algo de la nada, a gritar cuando todos callan, a mantener viva la esperanza en medio del caos. Y aquí estamos, todavía haciendo ruido, todavía resistiendo.