Descubre la historia inspiradora de Paola Sánchez Cuatindioy, joven indígena Inga, y su transformación a través de la palabra “Kaugsankamalla“.
Por Paola Sánchez Cuatindioy
“La palabra tiene poder”. Una frase que Margarita, mi hermana mayor, me repite casi que a diario. Lo que no sabía, era que las personas podían tener palabras favoritas. Esto lo descubrí un día cualquiera en el que revisaba las redes sociales, deslizaba mis dedos sobre la pantalla de mi celular y me detuve cuando leí una publicación que decía: “Escribe tu palabra favorita”. Sin pensarlo mucho y con determinación respondí: “Kaugsankamalla”, una palabra en lengua Inga que al español traduce: “mientras vivamos”.

Esa palabra de origen quechua, el momento en que la descubrí, y los recuerdos que vinieron a mí, en ese preciso momento, dividieron mi vida en un antes y un después… En aquel entonces, atravesaba un momento de transformación personal: era una adolescente de 15 años, cursaba el décimo grado, dentro de poco, iba a terminar mi bachillerato; por consiguiente, el cierre de una etapa de mi vida. Sentía incertidumbre, miedo, nostalgia; salir de nuestra zona de confort es aterrador, y nunca nos preparan para ello. Además, pensaba en escoger una carrera profesional; que me gustara y pudiera vivir de ella. Parece simple, pero en realidad, imaginar el futuro causa ansiedad, especialmente, cuando no tienes una visión clara de ti en él. Por último, me encontraba lidiando con un duelo. Un año atrás, había sufrido la pérdida de mi abuela materna; compartí toda mi infancia con ella, tenía un corazón tan grande que no le cabía en el pecho; noble, pura, bondadosa, tierna. Su partida fue un vacío tan profundo como el océano pacifico; extrañaba ver su sonrisa, extrañaba sus abrazos de naftaleno, extrañaba su café con leche en las mañanas, extrañaba sus “portese bien chinita”, ¡la extrañaba mucho!

Su ausencia me llevó a cuestionarme ¿quién era y de dónde venía? Sabía que tenía raíces indígenas, gracias a ella; pero hasta ese momento nunca me auto reconocí como indígena, me sentía rechazada por mis compañeros del colegio; constantemente hacían burlas sobre mis rasgos físicos, mi color de piel, y para colmo, mi apellido, él que ni los profesores podían pronunciar. En consecuencia, me sentía mal conmigo misma, me sentía menos que mis compañeros porque no tenía una piel blanca, me sentía fea porque no tenía el cabello rubio y los ojos azules, porque ese es el estereotipo de mujer bonita con el que crecí, en el cual una morena de ojos grandes, pelo lacio y oscuro no tiene cabida.
Recuerdo, que, en una clase de ciencias sociales, el profesor nos puso a ver: “Diarios de Motocicleta”; una película importante en mi vida, gracias a que ayudó a responder muchas de las preguntas que rondaban en mi cabeza en ese entonces. La escena en donde Ernesto Guevara llegó a Perú, junto con su compañero de viaje, y se encontró con dos mujeres; una de ellas habló español, pero dijo que no lo hablaba muy bien, también mencionó que su mamá sólo hablaba quechua, pues ella no tuvo la oportunidad de ir a la escuela. No pude contener las lágrimas, y semejar esa escena, con la realidad que vivieron mi abuela y mi mamá: no fueron a la escuela; pero, a mis ojos, eran mujeres supremamente inteligentes, sacaron adelante a su familia, en un contexto urbano y no rural, como en el que ellas crecieron. Llegaron a la ciudad sin saber hablar español, sin tener adónde ir; llegaron a una ciudad que las acogió, que a pesar de sufrir los mismos rechazos que yo, por su forma de lucir y hablar, nunca dudaron de quienes eran; Mujeres Inga, orgullosas de sus raíces, de su lengua propia, con la misión, de seguir transmitiendo a sus hijos sus saberes, su ser Inga; aunque, fuera de su territorio.

Ese día, al salir del colegio en la tarde, fui al trabajo de mi mamá, solía hacerlo a diario; pero esa vez fue diferente. Al llegar, la abracé tan fuerte, tan fuerte que los huesos de su espalda tronaron, con lágrimas en mis ojos y con un nudo en la garganta conteniendo mis ganas de llorar, le agradecí por el regalo más bonito que había podido darme: ser indígena. Suena loco, que una película, haya logrado responder mis dudas existenciales, pero que más que el arte para transformar y descubrir sensaciones, momentos y personalidades, bien dicen que “el arte habla donde las palabras son incapaces de explicar”.
Ahí entendí que mi abuela no estaba físicamente, tampoco estaban sus palabras, sus anécdotas, sus cuidados; ella se había marchado con todos los saberes de su pueblo, saberes que aprendió e interiorizó en el pasar del tiempo. El pueblo Inga se caracteriza por su medicina y el gran conocimiento de las plantas, mi abuela era sobandera y tuvo un gran conocimiento de las plantas medicinales; cada que nos enfermábamos ella llegaba con su tecito de hierbas a curarnos. Es costumbre en los pueblos étnicos la tradición oral, para los Inga, el palabreo se da en la cocina, específicamente en la “tulpa” que al español traduce fogón; nos sentamos en círculo, así no hay jerarquías, hablamos de nuestras experiencias, anécdotas, nos sentamos a compartir saberes, de esta manera los niños y jóvenes aprendemos de nuestro pueblo. Ya no está mi abuela, pero están las semillitas que dejó en este plano terrenal, con la tarea de llevar sus enseñanzas y sus raíces Inga…
Es costumbre en los pueblos étnicos la tradición oral, para los Inga, el palabreo se da en la cocina, específicamente en la “tulpa” que al español traduce fogón; nos sentamos en círculo, así no hay jerarquías, hablamos de nuestras experiencias, anécdotas, nos sentamos a compartir saberes, de esta manera los niños y jóvenes aprendemos de nuestro pueblo.

Todo el tiempo estuvo cosechando en mí sus saberes; en la cocina, cuando me enseñaba a preparar colada de mora, mote y ají de maní, platos típicos para los Inga, al llegar a su casa cuando me decía “Puangui, ¿imasata kangui?”, buen día, ¿cómo está?, los domingos cuando la acompañaba a preparar jarabes, los inga somos conocidos por nuestra medicina tradicional, o cuando me regaló mi primer chumbe, para que pudiera lucir nuestra vestimenta. Con todo lo anterior, entendí que no había porque sentir vergüenza de mis ojos, mi nariz, mi color de piel, y ¡mucho menos mi apellido! que si bien no encajaban o no eran conocidos en esta ciudad, donde a mis compañeros y a mí, no nos enseñaron a apreciar la diversidad, lo diferente, no había porque sentir vergüenza; sino orgullo, cada uno de mis rasgos tiene historia, mi apellido me identifica dentro de mi pueblo, gracias a eso, podía saber quién era, podía llevar siempre conmigo a mis ancestros, a mi abuela que tanto extrañaba, ya que en cada poro de mi piel, se guardó un pedacito de esa mujer quien fuese mi abuela.
Entendí que no había porque sentir vergüenza de mis ojos, mi nariz, mi color de piel, y ¡mucho menos mi apellido!
Kaugsankamalla, suma iuiai, suma kaugsai (Mientras vivamos pensemos bonito, vivamos bonito) o buen vivir para el Pueblo Inga, y para los pueblos andinos. Esta es mi palabra favorita; me recuerda quién soy, de dónde vengo. Me recuerda a mis abuelos, me motiva y me llena de fuerza para continuar con su legado. Mientras viva quiero hacerlo siendo Inga, vaya a donde vaya, porque es la forma más bonita que tengo de recordar y rendir homenaje a mi abuela y llevarla siempre conmigo.
